lunes, 24 de marzo de 2014

Macarena

Qué no hubiera dado si hace tres años le hubiesen prometido una noche de diciembre con el cielo despejado y Macarena descalza, cruzada de piernas arriba de una silla, soltándose el pelo negro hasta la cintura y volviéndose a armar un rodete, hablándole de Colombia y de los patos de no sé qué lago que migraron por el calentamiento global. Pero se quiere ir. No porque Macarena en realidad le esté hablando a los demás y esquivándole la mirada. Eso es casi una suerte. Y ella no fué la que la esquivó primero. Macarena habla con un acento como de algún pueblo aunque no viene de ningún lado, y se mueve como si bailara mientras baldea el patio un domingo a la mañana, y le saca el tomate a la pizza con gestos de artista. Macarena era tan linda, siempre relajada como si estuviera tirada en la cama, misteriosa con su forma rara de hablar y divertida con sus mañías con el orden, la limpieza y la comida. Y Macarena es tan insoportable con ese falso acento extranjero que parece de actriz frustrada y esos caprichos con los tomates y las aceitunas, y da vergüenza ajena cuando se tira descalza en el suelo y se revuelve el pelo con un gesto ingenuo que no combina con esas camisitas blancas ni con su piel maltratada por el maquillaje. Macarena parece otra, y Macarena no cambió nada. Macarena era un sufrimiento porque en una reunión nadie le sacaba los ojos de encima y ahora es una pena porque nadie la mira y ella da vergüenza queriendo ser el centro de atención. Macarena era el centro del mundo, y el mundo ahora no tiene centro. Se pintaba las uñas de rosa chicle y no le podía quedar bien a nadie en el universo más que a ella. Y ahora tiene las uñas pintadas de verde agua y es un espanto y no se las puede dejar de mirar, pero no porque sus manos son hipnóticas sino porque agarraría un algodón con acetona y se las refregaría hasta ponerla un poco más normal. -Yo no sé desde cuando te odio tanto.- Le dice después de un par de cervezas, y ella se espanta, porque está sobria, a causa de que se está volviendo vegana. Siempre se estuvo volviendo y antes era fascinante y tenía una fuerza de voluntad enorme, y ahora es una tarada y hace cinco años que dice lo mismo, y la cerveza no tiene nada que ver con animales y a ella la pueden el Rimmel probado en conejos y las papas con sabor a jamón serrano. Y Macarena se ofende, Macarena llora, Macarena vocifera adelante de los amigos que no sabe cuando se volvió tan cruel y como puede hacerle eso a ella y cómo pudo haberle importando tan poco. -Sos sádica, Macarena - Y la recuerda cínica, cada vez que le preparó ensalada y se sintió mal por no estar salvando a los peces de la antártida y ella se comió los pedacitos de jamón de sus fideos. Cada vez que ella se indignó y mortificó a sus amigos por contaminadores, por egoístas, por infieles y por cada pavada que le hacía levantar las cejas y poner arrugar la boca para un costado, y después le puso carita de pollo para que le perdonara sus silencios de diez días y las noches que se iba sóla sin decir nada y los escándalos cuando no conseguía el pantalón que quería o no se aguantaba las ganas de comerse sus camarones. Se mueven las baldosas de esas veinticinco cuadras que caminó diezmil y una vez. Porque ella es muy indipendiente, pero le gusta que la acompañen a la casa,y no le gusta esperar el colectivo. Es uno de esos días entre navidad y año nuevo en los que los borrachos con problemas sentimentales florecen por cualquier esquina. Pero no cualquiera de los que están sentados en el escalón del banco Galicia esperando poder mantenerse en pie tuvieron a Macarena en pijama pidiéndoles que vayan a comprar cigarrillos un domingo a las 7 de la mañana. Ni a macarena llamándo un miércoles a las 12 de la noche porque no quería estar sola. Ni la vieron con las uñas sin pintar comiéndose el jamón mientras se hace la que saltea cebolla, ni quedarse dormida porque está agotada de trabajar, y de tratar de conformar a todo el mundo, pero sobre todo cansada de mentir. No cualquier borracho vio débil a Macarena. Vale la pena odiarla. Vale la pena tambalearse agarrado de una reja, para sonreir, pensando que al final es más complicado curar la resaca que curarse de no ser más amado por ella. Vale la pena aguantar planteos para sentir el triunfo cada vez que ella le esquiva la mirada. Vale la pena pasar vergüenza para verla escuchar sobria y atónita todo lo que se guardó estos meses, mientras la veía transformarse, o se le transformaban los ojos. Todo vale la pena, quizás porque los cínicos atraen a los cínicos, quizás porque no se sabe quién es quién.

Tamara

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